(Parte 1)
Un día me encontraba perdida en una nueva calle de esta
vieja ciudad, sumergida en una de esas épocas en las que pagas porque la gente
a tu alrededor te ignore, en las que te gustaría que la tierra se abriera debajo
de ti y cayeras dentro de aquél abismo… Pero caes de vuelta en la realidad y en
su poca probabilidad de que suceda, por lo que resignado suspiras por
diezmillonésima vez en la semana o quizá del mes, hace mucho que había perdido
la cuenta.
Justo al cruzar la calle di una vuelta equivocada avancé
hacia la derecha en vez de seguir mi usual camino doblando a la izquierda,
subiendo tres cuadras y topándome de lleno con la típica manifestación
“pacífica” de los domingos, la cual como siempre cruzaría a dificultades, me
tropezaría un par de veces terminando en brazos conocidos o en el suelo, aquél
que tantas veces había podido examinar a gran proximidad dadas mis caídas… Pero
particularmente hoy, este no era el caso. Aún sumergida entre recuerdos,
dolores y pensamientos me adentré a lo profundo de esta desconocida calle en
una ciudad que curiosamente creí ya haberla recorrido por completo.
Al comenzar a avanzar me di cuenta que esta cuadra terminaba
en callejón sin aparente salida, por lo que ligeramente frustrada al dar la
vuelta me encontré con un pequeño espacio de unos 60 cm de ancho por dos metros
de altura, los suficientes para que una persona pasara sin mucha dificultad, mi
primera impresión (y la más obvia, cabe mencionar) fue que era la entrada a una
casa, pero estando no muy convencida y
a la par un tanto confundida entré por
el hueco en el muro y me topé con un lado totalmente distinto a mi ciudad.
A mí alrededor tendederos de edificio a edificio se cruzaban
con ropas extendidas y secándose, faroles apagados se mostraban perfectamente
limpios y erguidos en las esquinas; niños correteaban y brincaban con alegría en
medio de la calle, como si ningún auto les pudiese atropellar o nadie les
pudiese hacer nada… De igual manera se observaban a los padres cuidar a los
chiquillos mirando por las ventanas de los altos edificios hacia sus
respectivos pequeños, a su vez los edificios se mostraban de colores vivos y
perfectamente cuidados como si en esta parte de la ciudad jamás hubiese llegado
el siglo XXI, como si las manifestaciones, guerras, contaminación, narcotráfico
y sátiras muertes tan cotidianas no les hubiesen alcanzado a tocar; todo era
como si un suave velo que era aquél
muro del callejón fuera suficiente para que su realidad fuese totalmente distinta
a la que todos en el mundo vivíamos.
Miré con un poco más de atención a uno de los niños que me
miraba sentado bajo la sombra de un gran abedul que extendía sus ramas y cargado follaje sobre el mismo, quien con una
sonrisa alegre y un brillo particular en sus verdes ojos me hacía sentir
confortada. No muy segura de lo que hacía (e igualmente sin pensarlo) mis pies
se dirigieron en automático calle abajo donde aquella pequeña personita me
observaba con tanto interés.
Al estar por fin cerca me atreví a mirar con más detalle al
chiquillo de aparentes ocho o máximo diez años de edad, estatura promedio,
cabello negro como la noche y con pequeñas pecas café claro que resaltaban en
su nívea piel.
-Buenas tardes-. Saludé con educación y sonriendo abiertamente,
como hacía demasiado tiempo no hacía.
-Usted es nueva en esta ciudad, jamás le habíamos visto, somos pocos
habitantes, todos nos conocemos-. Afirmó el pequeño con esa voz como
tintineo de campanilla de viento que los pequeños tienen a cierta edad.
-Llegué hace mucho tiempo aquí, sin embargo jamás me detuve quizá con
el suficiente tiempo a mirar con atención, ya que jamás supe de esta parte de
la ciudad-. Contesté entre sincera y avergonzada.
Esos pequeños y brillantes ojos verde jade me escudriñaron
durante un rato para después levantarse en un solo rápido movimiento, cerrarse,
parpadear y volver a abrirse mirándome con total confianza y alegría.
-¡Llegó entonces en el momento más indicado!-. Exclamó el
pequeño levantándose de un salto, sonriendo aún más y extendiendo su delicada
manita a la vez que decía: -Mi nombre es Mateo, soy hijo del dueño del
nuevo café y me encantaría que nos acompañara a la inauguración el día de hoy-.
Concluyó mientras estrechábamos nuestras manos.
Suspiré, titubee durante unos instantes y finalmente riendo
por lo bajo seguí a Mateo quien con su manita me jalaba hacia el centro de esta
especie de finca donde una imponente fuente al lado de un quiosco llamaban la
atención regalando un excelso paisaje a quienes pasaban por ahí, justo detrás
del quiosco se veía un café de grandes ventanales, con mesas afuera tapadas por
hermosas sombrillas bordadas en la esquina con tiras de hilo de oro, eso sin
mencionar el exquisito olor de café y pan de plátano recién echo que me llamaba
como cántico celestial.
-Apúrese-. Apremió Mateo causando que hiciera largos pasos para
poder aguantarle el ritmo, una vez estando ahí, el pequeño entró corriendo
dentro del establecimiento y no volvió a aparecer, suspiré algo extrañada y me
senté en una de las mesitas de la entrada.
-Perdone mi falta de educación, estaba preparándole un café y cortando
una rebanada de pan de plátano, por ello no le di la bienvenida antes-. Se
disculpó una sedosa voz a mis espaldas, di media vuelta a mi rostro para
toparme con un Adonis estilo griego de cabello rubio, labios rojos, piel
perfectamente blanca y unos ojos jade que me parecieron muy familiares.
-N… No se preocupe, la distracción ha sido mía porque no he pasado a
saludarle y presentarme, finalmente yo soy el cliente-. Argumenté
bajando la mirada ya que un profundo sonrojo se apoderaba de mis mejillas.
-Quedemos disculpados ambos entonces, sea usted perdonada y sea yo
disculpado por mi falta de educación. ¿Le parece si para enmendar la falta de
ambos usted me hace un favor y usted me concede dos más?-. Preguntó
sonriendo de medio lado causando un abrazador sentimiento que envolvió mi
corazón.
-¿No es injusto el trato que me ofrece?, usted habrá de darme un solo
favor por dos que cumpliré yo, no creo que haya reciprocidad dentro del trato-.
Respondí haciendo acopio de todo mi valor, el cual estaba dispersado
entre mi cuerpo que temblaba bajo el
roce del suave viento que exhalaba su boca al hablarme.
-El palmero le ruega a la santa
el favor-. Dijo alzando mi rostro con su mano en la barbilla causando
que la mirada de ambos se conectara.
-Est… Está bien-. Contesté con el estómago hecho un nudo, para
después tomar aire y continuar: -¿Cuáles son esos dos favores?-. Finalicé
cruzando mis brazos en mi regazo.
-El primero es que me regale su nombre, el segundo es que dentro en mi
pared de invitados escriba lo que guste como parte de la inauguración-. Dijo
extendiéndome un fino bolígrafo con las siglas D. M. grabadas.
-Mi nombre es Sophie Donovan y su segunda petición la haré con gusto-. Murmuré
por lo bajo pero curiosamente más
tranquila, mientras él caballeroso me extendía su mano para ayudarme a levantar
a la par que recorría mi silla.
-Es un placer señorita Donovan, mi nombre es Dorian. Acompáñeme por
favor-. Habló mientras me abría la puerta.
Una vez dentro me topé con mucha gente comiendo trufas,
pastelillos, tomando café o infusiones, leyendo libros clásicos y de poesía, todo era
como una alta esfera económica y cultural la cual no estaba al alcance de
simples mortales como entre los que yo estaba impuesta a morar.
Miré detenidamente la pared en la que fragmentos de poesías
se distinguían, enredándose ligeramente unas con otras, pero todas sin
contestación a lo que yo sonriendo ligeramente escribí:
“En la noche, la luna brilla conmigo mirándola desde el porche... El
cielo se ha oscurecido y te extraño...”
No sabía siquiera que
extrañaba, mucho menos porqué escribí aquello, pero si soy sincera mi corazón
urgió por escribir aquello y yo obedientemente accedí. Tomé mi bolso de mano
que no me había dado cuenta que traía, suspiré y caminé hacia Dorian quien me
sonreía.
-¿A quién extrañas?-.
Preguntó Dorian confuso, lo miré extrañada por igual y respondí:
-Al amor que no he conocido,
supongo-. Susurré al nivel de mi respiración.
La tardé pasó sin más
incidentes y tras una amena charla me
retiré del café, donde una extraña alma se había adueñado de un pedazo
importante de mi corazón y a su vez, la monotonía había desaparecido… Por lo
menos por un tiempo.
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